martes, 30 de junio de 2009

High above the city, on a tall column, stood the statue of the Happy Prince


Ya pasaba de la adolescencia cuando leí por primera vez The Happy Prince de Wilde.

Aunque ya conocía la historia por la televisión, me conmovió profundamente. El cuento en las palabras de Wilde, me hacía llorar de emoción.

Desde entonces siempre me acompaña la enseñanza de ese cuento, quizá porque, como hizo el Príncipe cuando vivía, yo ando demasiado ocupado llenando mi vida con cosas que me parecen muy importantes. Como él, me convierto en un autómata y me creo libre e incluso feliz, y es que estoy tan ocupado... Es solo en los momentos de enfermedad o tristeza, en donde estar ocupado no significa ya nada, en los que me doy cuenta de que todo aquello por lo que a veces lucho, no me libera del dolor ni me hace mejor. Me sucede que, si no he dado nada de mi mismo, en los momentos difíciles me encuentro solo.

Tal vez me ocupo más de cosas que me hacen esclavo y olvido lo que me hace libre: el amor. El poder transformador del amor ¿Cuántas veces por temor a que me hagan daño he encerrado mis sentimientos y me he convencido de que era incapaz de amar? Tal vez mi aspecto, despojado de lo que yo creo que es oro que me cubre, es lo que a ojos de los demás sea lo que en mi hay de bello. Quizá no varíe, pero dejo de darme a los demás por pánico a que me hieran y me convierta en un ególatra, que por miedo a vivir lo malo me pierda lo bueno.

¿Cuántas veces el miedo a no conseguir mis sueños hace que me encierre en lo que yo creo que es una fortaleza interior inexpugnable? Me niego así la felicidad por no enfrentarme a la frustración que tendría si no lo logro. Como el Príncipe Feliz, incluso tras la muerte, después de conocer una vida de lujo y vanidad, quiero saber que se puede caminar por otros senderos en donde las enseñanzas pueden convertirme en una persona más libres que no tiene miedo de ser feliz.

miércoles, 17 de junio de 2009

mariu

Todos estos días ando liado con tus recuerdos. Los aparto para no trastabillarme. Sin embargo, ahora que me dejo caer en ellos, siento que estoy donde quiero estar.

Hoy vuelvo al lugar donde te conocí. Me sentaré donde se sentaba él y pensaré en tí. Te echo de menos y no tiene remedio.

Hasta la vista, espejito. Queda esta canción aquí, deseando alcanzarte, porque ese es su fin.

domingo, 14 de junio de 2009

el parto

Unas montañas lejanas, apenas sin vegetación, limitaban la inmensidad llana del bajío. El sol se estaba poniendo y la temperatura descendía con mucha rapidez. Me abrigué y volví con ellos. Al sentarme junto a mis compañeros, un resorte me hizo ponerme en pie de nuevo. Y comencé a caminar sin perder de vista la yuca debajo de la cual descansaban, bajo una lona.

Caminé y caminé cantando algo que nunca jamás volví a recordar. Confiaba en mí, en que no me perdería y en que volvería antes de que se hiciese de noche. Así fue. Y mientras caminaba sentí que mis pies eran de tierra, la misma que pisaba, y mis manos eran las mismas ramas con las que me encontraba a mi paso. Todo lo que me rodeaba era Uno solo, sin ningún tipo de división ni horizontal ni vertical, nada estaba diferenciado, sino solo en apariencia.

El Uno. Aquello que tiene todos los nombres.

Lo que me acompaña, eso que digo que soy yo, se había reducido tanto que apenas lo apreciaba. Sin embargo, no me sentía imperturbable, era un vaivén de emociones en las que me movía como sin rumbo aparente y a aquello me abandoné en la confianza de que un maestro me acompañaba.

"Conocí el bien y el mal, pecado y virtud, justicia e infamia; juzgué y fui juzgado, pasé por el nacimiento y la muerte, por la alegría y el dolor, el cielo y el infierno; y al fin reconocí que yo estoy en todo y todo está en mi". Hazrat Inayat Khan

calima

En verano los oratorios y las misas de Schubert me dan calor, para poder escucharlos pongo en marcha el aire acondicionado y según voy escribiendo, voy subiendo la persiana; de modo que nunca se hace la claridad del todo. La penumbra es mi pacto con el bochorno de este domingo de finales de primavera madrileña.

En esta semana, una tarde, apenas pude contener las lágrimas. La noche a continuacíon de esa congoja soñé de nuevo con el pueblo de mis padres, donde pasé muchas temporadas de vacaciones infantiles. Como habitualmente, era un pueblo mucho más grande en tamaño y en senorío de lo que era y de lo que es -allí el tiempo se estancó, solo se actualiza con dos filas y media de chalés adosados y una estatua de jardín que hace más ridícula la entrada al pueblo por la carretera, si cabe-.

El pueblo estaba en fiestas y yo le decía a mi hermana que había ido a curarme, mientras le enseñaba una bolitas blancas que me salían de la piel, en un costado, sobre mi hígado.

Me acerqué a un bar a preguntar algo y el dueño, un tipo apuesto, me dijo que siempre estuvo enamorado de mí y que estaba extrañado de que yo jamás me diese cuenta. Compré regaliz y me marché. Caminé hasta una calle empedrada que estaba cubierta por un agua verdosa, con limo. A mitad de la calle me detuve. Se hacía muy profunda, ya no se podía caminar. El verdín y el limo me repugnaban como para nadar. Era casi un manglar. Me detuve sin saber qué hacer, incapaz de tomar una decisión: seguir adelante nadando superando mi asco o retroceder.

Un hombre de mi edad se acercó por detrás. No parece que reparara en mí. Se sacó la camiseta por la cabeza de un solo movimiento, alzando los brazos y dejando ver un cuerpo recio y brioso. En un momento, sin vacilar, se lanzó a nadar. Nadó calle arriba y calle abajo, calle arriba y calle abajo, decenas de veces. Para mi sorpresa, con la fuerza de sus brazadas, deshizo el limo y el agua se volvió clara y me apeteció nadar. Con una mirada de gratitud me despedí de él. Con una mirada de poder, él me transmitió la fuerza de la voluntad.

Más adelante miré mi herida en el costado. Era una costra. Estaba sanado.
Quizá le debiera contar algo de esto a mi homeópata.