domingo, 14 de junio de 2009

calima

En verano los oratorios y las misas de Schubert me dan calor, para poder escucharlos pongo en marcha el aire acondicionado y según voy escribiendo, voy subiendo la persiana; de modo que nunca se hace la claridad del todo. La penumbra es mi pacto con el bochorno de este domingo de finales de primavera madrileña.

En esta semana, una tarde, apenas pude contener las lágrimas. La noche a continuacíon de esa congoja soñé de nuevo con el pueblo de mis padres, donde pasé muchas temporadas de vacaciones infantiles. Como habitualmente, era un pueblo mucho más grande en tamaño y en senorío de lo que era y de lo que es -allí el tiempo se estancó, solo se actualiza con dos filas y media de chalés adosados y una estatua de jardín que hace más ridícula la entrada al pueblo por la carretera, si cabe-.

El pueblo estaba en fiestas y yo le decía a mi hermana que había ido a curarme, mientras le enseñaba una bolitas blancas que me salían de la piel, en un costado, sobre mi hígado.

Me acerqué a un bar a preguntar algo y el dueño, un tipo apuesto, me dijo que siempre estuvo enamorado de mí y que estaba extrañado de que yo jamás me diese cuenta. Compré regaliz y me marché. Caminé hasta una calle empedrada que estaba cubierta por un agua verdosa, con limo. A mitad de la calle me detuve. Se hacía muy profunda, ya no se podía caminar. El verdín y el limo me repugnaban como para nadar. Era casi un manglar. Me detuve sin saber qué hacer, incapaz de tomar una decisión: seguir adelante nadando superando mi asco o retroceder.

Un hombre de mi edad se acercó por detrás. No parece que reparara en mí. Se sacó la camiseta por la cabeza de un solo movimiento, alzando los brazos y dejando ver un cuerpo recio y brioso. En un momento, sin vacilar, se lanzó a nadar. Nadó calle arriba y calle abajo, calle arriba y calle abajo, decenas de veces. Para mi sorpresa, con la fuerza de sus brazadas, deshizo el limo y el agua se volvió clara y me apeteció nadar. Con una mirada de gratitud me despedí de él. Con una mirada de poder, él me transmitió la fuerza de la voluntad.

Más adelante miré mi herida en el costado. Era una costra. Estaba sanado.
Quizá le debiera contar algo de esto a mi homeópata.

2 comentarios:

mig dijo...

curioso me parece ,,, ese hombre brioso y fuerte que viene a sanarte las heridas y que hace que el agua vuelva a ser transparente y las emociones puedan verse...
¿se llama NAcho?

José dijo...

Me sumerjo en el agua de las emociones sin miedo, una vez que todo se ha aclarado, que fluye, que no está estancado.

Casi aciertas...te daré una pista: empieza por Na y termina por Cho