jueves, 11 de septiembre de 2008

el lego

Hace un tiempo que tomé conciencia de que vivía en estado de ansiedad constante que, en ocasiones, me perturbaba mucho. Apenas podía dedicar mi atención durante más de diez minutos a una actividad concreta, a una conversación con un amigo, a la contemplación de cualquier cosa.
De este modo, el placer no existía. El deseo nunca era satisfecho sino que, como una loca borboleta, saltaba de un lugar a otro sin completar nada y acrecentando aún más mi sensación de estar viviendo en un estado perturbado.
La ansiedad se convirtió en mi enemiga. Enajenada de mí, desapropiada, me dediqué a eliminarla camuflándola con ideas más o menos elaboradas sobre cuál era mi estado y cómo vivía mi vida. Mentalmente me convencía, y hacía lo propio con los demás, de que ya estaba curado. La ansiedad había desaparecido y ya estaba en el camino correcto, la paz de espíritu, la ausencia de deseo.
Sin embargo, esto no era ni es así en mi vida. Ese mundo no es de mi reino.
Recuerdo una vez que le dije, con angustia, que vivía en un estado de ansiedad insoportable, que interfería en mi vida hasta el punto de arruinarla. Me contestó que él también era ansioso y que a él la ansiedad no le hacía daño. Me dijo que lo que sucede es que él no deja que la ansiedad le lleve a donde no quiere ir, ni hacer lo que de ningún modo le haría daño.
Creí entender, pero como me sucede a menudo, entendí intelectualmente, que de poco sirve si ese "entendimiento" no acaba integrado en una experiencia sensorial total. Y es hoy, algunos años más tarde que me doy cuenta de que mi ansiedad es un motor que me mueve a satisfacer mis deseos. Al contrario de quedarme sin satisfacer mis necesidades, desconectado, me mueve hacia con mi deseo a la satisfacción del instinto que está reclamando ser atendido.
Claro que la claridad para identificar mi necesidad y el movimiento adecuado para satisfacerla es otro aprendizaje. Aquí me paro, no vaya a ser que me arrogue una ciencia en la que, con honestidad lo digo, soy lego.