viernes, 5 de octubre de 2007

es una opción

Desde la casa de Carmen y Paco en Alcorcón venía todos los días en autobús hasta la antigua Estación Sur de Madrid y caminaba después al instituto en Embajadores. Descubrí pronto los baños de la estación como el paraíso del placer -y la culpa, que venía después- y los visitaba con frecuencia.


Allí conocí allí a un tipo que andaría por la edad que tengo yo ahora. Alto, delgado y triste, como los baños en los que lo encontré, que me propuso ir a su casa y acepté. Al salir de su habitación y encaminarme hacia la puerta vi un enorme pasillo y una señora en bata planchando. Cuando me despidió, me sentí como creo que se debe sentir un chapero y algo tuvo que percibir él porque me explicó que ese piso no era suyo, que tenía una habitación alquilada a un matrimonio.


De ese modo vivía yo con mi hermana Teresa y con su marido en el sueño. Era una casa grande y un enorme pasillo separaba mi habitación del salón, que en realidad era un aula del colegio salesiano donde estudié. En toda la habitación vacía e inmensa, sólo había una mesa y una silla de profesor y un calendario de María Auxiliadora colgado en la pared. Ni un solo pupitre.

En el aula tengo la sensación de estar recluído voluntariamente, porque no me fío de mi. Si salgo de este aula puedo hacer cualquier cosa que me va a pesar, así me siento, como inhabilitado. De pronto apareció en el aula-habitación mi prima Amparo vestida de negro. Es moda vestir de negro, pero yo se que es luto y está profundamente triste. Veo sus ojos tristes y arrugados, como si fuese mucho mayor, que demandan que la saquen de su tristeza. Y se que por eso viene a verme, pero no lo dice y yo eludo el contacto con ella, con su tristeza, jugando a que adivine una canción que canto mientras estoy tumbado en la mesa del profesor, moviendo las piernas en el aire, muy femenino, como si se tratase de un número de un musical de Hollywood. Le canto y suena música también: "Y cuando crees que esto va a acabar, te das cuenta de que acaba de empezar".


Sonríe a mi juego y me propone salir a cenar. Quiero atender a su necesidad sin estar seguro de que es lo que quiero yo, que ya he cenado -pienso ésto mientras miro una sartén con restos de un solomillo-. Y tengo tristeza al darme cuenta de que son las ocho y veinte y ya he cenado porque quiero que mi día acabe pronto, porque no se que hacer con él.


Me propone ir a una marisquería allí, donde ella vive. Un lugar que puedo ver dese la ventana, que ahora es la ventana de la casa de mi hermana María. Y acepto pensando que tomaré una ensalada por acompañar y le propongo invitar a mi hermana.


Al salir de la habitación veo a mi cuñado que va a toda prisa por el pasillo, solo lo veo de espaldas, no tiene ni treinta años, está vestido de gris y sale rápido a algún asunto que le entusiasma. Mi hermana, sin embargo, plancha en una habitación. Sus ojeras son dos grandes manchas negras que no me dejan ver sus ojos y llora sobre un pantalón vaquero que se arruga de nuevo con cada lágrima. Hay montonoes de pantalones por todas partes y no va a acabar nunca. Siento que me debo marchar, que para ella no hay salida. No quiere escapar de allí, de su sufrimiento.

1 comentario:

Ababol dijo...

Qué rizo, de la mujer en bata planchando en tu recuerdo, hasta tu hermana planchando en tu sueño. Ella no quiere escapar porque es cómodo no tener que tomar decisiones y que haya algo o alguien a quien culpar de nuestra insatisfacción, de nuestra tristeza.
Un beso