lunes, 2 de noviembre de 2009

antártico

Fuera del edredón hacía frío y debajo de él, calor. Estaba tumbado boca abajo intentando dormir, alejando de mi pensamiento todo aquello que me desvelase; y de mi corazón, la angustia y la tristeza de esa noche londinense.

Me reclamaste cerca de ti y no pude moverme. Me había helado, endurecido como una roca, casi ni sentía mi cuerpo, ni mi brazo debajo de la almohada con el peso de mi cabeza.

Y me vino a la memoria un sueño que tengo desde que era pequeño en noches de fiebre. Es un sueño estático, nada en él está vivo o se mueve excepto la propia percepción del espacio que recorro con mi pensamiento. Yo estoy a un lado de la imagen, pero no me veo a mí mismo, es mi conciencia de mí lo que está presente. Al otro lado de un plano gris marmóreo hay algo igualmente frío que es imposible aprehender, quizá un objeto, o una idea, algo que nunca llego a saber qué es. Entonces mi percepción del espacio infinito gris, frío y duro se expande desde mi lugar a esa meta inalcanzable, y mientras eso sucede yo –la conciencia de mí- se hace cada vez más pequeña y mi sentir se apaga, se hiela, se endurece.

Jamás llego a saber qué es lo que quiero alcanzar y sí que, por el contrario, experimento con desespero y dolor qué significa la soledad, el frío del corazón y la insignificancia de no ser más que un punto en la infinitud que a nadie importa.

En esa noche no tenía fiebre, pero a mi recuerdo llegó ese sueño, jamás comprendido, con fuerza. Y me atreví, alargué mi brazo y toqué su espalda. Me entró calor de súbito, y escuché una voz antigua que pedía perdón. Comprendí entonces ese sueño después de tantos años.

No hay comentarios: