jueves, 30 de abril de 2009

buenas noches

Paseando por la Gran Vía en una noche ventosa y fresca de primavera, se sentía cansado y tranquilo. Escuchaba la retahíla de quejas y reclamaciones del que caminaba a su lado, señalando todo lo que no tenía esplendor, convirtiendo lo anodino en feo y lo feo en monstruoso. Y recordó aquella frase de Hume de que la belleza de las cosas existe en el espíritu del que las contempla.

Así, pasando por Telefónica, se separó un poco más de él. Ya no sintió más ganas de acercarse y cuanto más se alejaba y menos atención prestaba a esa lista de defectos que los rodeaban, más se recrudecían los juicios del otro que alzaba la voz y agitaba los brazos en un deseo inconsciente de llamar la atención. Ya no era posible.

Dentro de sí comenzó a escuchar un silbido acompasado y agradable y, de repente, el paisaje urbano, el viento y el compañero se convirtieron en el escenario de rodaje de una película muda de Lars von Trier.

Y llegando al Metro de Callao le dijo adiós. Apenas bajó dos escalones y escuchó: “ves, ya te has enfadao”. Volvió la cabeza sorprendido y con naturalidad dijo: “no, que va, hasta mañana”. Mientras caminaba por los pasillos, primero amarillos y luego verdes, del Metro se dio cuenta de que su energía no le llegaba de la relación con él, ni con los demás. Para su asombro, venía de su interior y pensó que quizá esto lo ponía a resguardo de inconvenientes cambios en su estado de ánimo.

Al salir del Metro buscó la Luna en el cielo y la sintió hermana del Sol, a quien se dirige para recibir su luz. Pensó entonces que la verdadera influencia sobre los demás solo es posible cuando se basa en una verdadera fuerza interior, que no necesita de palabras ni de ningún mensajero. Se transmite sola.

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