lunes, 6 de septiembre de 2010

el vertigo del tiempo


Dentro de poco habrán pasado seis meses desde que dejé mi puesto de director de marketing en la empresa en la que estuve los últimos diez años de mi vida. No es nada, muy poco tiempo, solo unos pocos meses en los que estoy aprendiendo a trabajar siendo yo mi propio jefe, sin horarios fijos, sin la ilusión de seguridad que da una nómina al mes en el banco.


Los días ya no significan lo mismo. Un lunes ya no se diferencia tanto de un domingo y una noche que se prolonga por una buena película en el sofá no supone un quebradero de cabeza al día siguiente. Mi tiempo me pertenece más que nunca y, al contrario de lo que pueda parecer, me hace sentir más responsable en qué es lo que lo empleo.


No ha sido fácil. Aún hoy, y supongo que por mucho más tiempo, me dedico a hacer y a hacer sintiendo el agobio de todo lo que me queda por hacer, busco con ansiedad en qué podría ser más eficaz o me acuso y castigo por perder el tiempo. Ahora las cuentas me las rindo a mí y puedo ser un jefe benévolo del mismo modo que un tirano explotador. Así es como van transcurriendo mis días, en esa polaridad que no es otra cosa que en aprender a ser responsable conmigo mismo, con mi trabajo, con mi estar en el mundo.


La responsabilidad es la habilidad para responder, para dar una respuesta. Y a todos estos cambios en mi vida respondo como puedo, con más o menos conciencia, con más o menos acierto. De modo que en sueños vuelvo a ser un estudiante de bachillerato que se queda atrás viendo como todos mis compañeros han terminado, o el universitario que ha olvidado un examen crucial para terminar su carrera, o el afanado trabajador que deja de cumplir una tarea importante.


Anoche soñé que por un descuido, perdía de vista a mi perro. Cuando lo vi, me entró gran alivio, pero momentáneo, porque él, de natural juguetón y curioso, desoyó mi llamada y se fue corriendo a saludar a un san bernardo de porcelana blanco y rosa que bebía de un canal al borde de un precipicio. Yo, consciente del peligro, corrí a por él, pero mi prisa, mis gritos y mi excitación consiguieron que Kun se excitara tanto que finalmente se cayó por el precipicio. Desperté dándome cuenta del alto precio que pago por vivir descuidado o en exceso excitado.