domingo, 29 de agosto de 2010

abrete de orejas


La vergüenza -turbación del ánimo ocasionada por alguna falta cometida, o por alguna acción deshonrosa y humillante, propia o ajena- es y ha sido una de mis compañeras de camino en la vida. También en otros momentos más sentida como un encogimiento o cortedad para expresar, pedir o llevar a cabo cualquier cosa.

Reconozco la vergüenza en la familia de mi madre y de ella nos ha llegado a mí y a mi hermanos, siendo los menos orgullosos de nosotros los que más la hemos padecido. Y es que la historia familiar de mi madre, sus hermanos, padres y abuelos, es abundante en casamientos de conveniencia, pequeños capitales perdidos por mala o inexistente gestión, abuso de alcohol en los varones y sobre todo por la competencia y la soledad que era el sello de la casa. No fue así en mi familia paterna que, mucho más humildes en todos los sentidos, siempre cerraron filas frente a los demás y formaron un núcleo familiar amoroso y protector donde en lugar de competir se apoyaban unos a otros.

Mi vergüenza es también parte de la herencia materna. Empero, ya pocos podrían decir que soy vergonzoso. Quizá en alguna ocasión me turbo un poco, llevando la mirada al suelo y sintiendo rubor en las mejillas. Poco a poco ha ido remitiendo al mismo tiempo y en la misma proporción en que he empezado a sentir el apoyo y respeto propio y el de los demás, pudiendo zafarme de muchos juicios míos e ignorando -con más o menos éxito- los juicios ajenos o, simplemente, dejando de pedir permiso a cualquiera para hacer o decir lo que quiero. Desde que estoy más conmigo estoy menos solo y siento menos vergüenza.

No en pocas ocasiones, el cine y las novelas me han mostrado cómo caracteres distinguidos por sus convicciones morales o cierta rigidez, así como personajes apocados o vergonzosos, en determinadas circunstancias, estando contra las cuerdas, se deshacen de su máscara y en un acopio de lucidez y de fuerza, llevan a cabo cualquier cosa que hubiese sido impensable en otro momento. O bien, sin pudor ni consideraciones de ningún tipo, son capaces de revelar un secreto guardado durante años, olvidando la vergüenza que le producía e incluso sintiendo cierto placer al hacerlo. Y es que cuando alguien toma su lugar, sin buscar más apoyos fuera que el que ya uno mismo se da desde dentro, el poder que se siente es muy placentero. Desaparece la sensación de soledad al entrar en contacto el personaje con su misma esencia. Uno se convierte en la mejor compañía de uno mismo.

A algunas personas esto les llega simplemente por la edad. Es cuando escuchas eso de “a mis años que más me da”. Con muchos años encima, seducir al otro o necesitar de su apoyo, puede dejar de ser importante. Ser lo que se es, sin más ropajes, ofrece una suerte de tranquilidad que en algunos momentos de la vida, en especial, cuando llega la hora de hacer cuentas, se hace más que necesario.

Así fue que, en estos días de verano que pasé en casa de mis padres, mi madre anciana, ya de madrugada, hablando de su pasado y del de su familia nos reveló, a mi hermana Ana y a mí, una serie de secretos familiares que nos sorprendieron sobremanera. Volví a escuchar muchas historias repetidas y, sin embargo absolutamente distintas, ya que aportó detalles nuevos que lo cambiaban todo dándome cuenta que su afición por dulcificar lo contado había desaparecido.

Tranquilamente sentada en su sillón de orejas nos dijo que ella no fue mujer hasta muy entrada la juventud y que se tenía por fea y tísica, de modo que, cuando mi padre la empezó a cortejar decidió ignorar la advertencia de su madre y su propio sentido común y aceptó casarse con él porque no la hubiese querido nadie que no fuera mi padre que, aún siendo con mucho el hombre más guapo y apuesto del pueblo, era un borracho conocido en la comarca.

jueves, 12 de agosto de 2010

control

El viento sopla fuerte y es fresco haciendo que esta noche de agosto madrileña sea realmente deliciosa. Se cuela entre las ventanas de mi casa y me acaricia el cuerpo desnudo. Todo está en silencio, solo interrumpido por el sonido plástico de las teclas al escribir y por la Von Otter cantando un aria de Lucio Silla. Afuera, un par de calles más allá de mi casa, imagino el bullicio de las fiestas vecinales. Aquí, refugiado, en soledad, me siento en paz.

Pienso que esto no era lo previsto. Estoy aquí, en este delicioso momento, sin que esto estuviera dentro de los planes y me llega con fuerza esa frase budista: "Lo que sucede, conviene". Mi pensamiento entonces trata de sacar conclusiones de cómo respondo a los obstáculos que se me cruzan en el camino trazado.

Las cosas suceden, sencillamente. No dejo de darme cuenta de que soy yo quien las llama problemas o las vivo como convenientes. Todo depende del plan que he trazado y de cómo y cuanto quiero ejercer un control sobre mi realidad, diciendo que experimento un problema cuando lo que encuentro es una dificultad que me impide conseguir algo.