martes, 13 de octubre de 2009

el abrazo del león

Bajo los soportales de piedra de la Plaza del Ayuntamiento el viento azotaba con fiereza, helándome la cara. Yo andaba resguardado bajo mi grueso abrigo de paño, protegidas mis manos con guantes de lana y una bufanda bien liada a mi cuello. Caía la tarde, quizá lloviznase, quizá no hubiese nadie por la calle.

Era una noche temprana y el miedo era lo que unía a todos los habitantes del pueblo.

En una de las esquinas de la Plaza, hacia la que yo me dirijía con temor, con paso titubeante, se veía la entrada a una gruta. Era allí que vivía el hombre que nadie ve y al que todos temen en el pueblo, el que decide sobre la vida y la muerte, el que caprichosamente imparte la injusticia y causa el dolor de toda la comunidad.

Entré en la gruta poco a poco, mirando en derredor, asustado, alerta. Y una mujer mayor apareció en mi camino de repente, pero no me sobresalté, era así que tenía que ser. Era una señora de piel ajada, del color de la cera, con un moño nunca deshecho, casi pétreo.

La salude con afecto y ella hizo lo propio. Supe que ser la encargada de cuidar ese hombre sádico y monstruoso no la había corrompido, mas bien todo lo contrario. A través de sus ojos se podría ver el amor, la paz y la dicha. Y la seguí ya sin tanto miedo, sabiendo también que ella no me pondría en peligro.

En un momento, sin saber por qué, la mujer desapareció. Y supe que me había llevado hasta donde pudo, hasta el lugar donde yo debía realizar alguna tarea. Volví a temblar de miedo. Tuve ganas de echar a correr hacia la puerta, pero no lo hice.

Entonces vi a Miguel que se acercaba a mí. Iba como siempre, como si tal cosa, solo que los ojos le centelleaban, como un animal predador cuando acecha a la presa. Toda su energía estaba en sus ojos con los que podía ver lo que yo no: él sí sabía para qué estaba yo allí y qué es lo que tenía que hacer.

Me miró, me agarró los hombros con sus manos, apretando. Yo le miré fijamente y entonces me dijo: "mátalo".

"No puedo" -le respondí.
"Sí, si que puedes, mátalo" -repitió sin soltarme.

Entonces me giré y bajé corriendo hasta el final de la cueva, gritando, abriendo mi boca como un león cuando ruge. Y me detuve al llegar. Allí, al final de la cueva no había ningún monstruo, ningún sádico asesino, solo pude ver a la señora riendo, riendo a carcajadas y abriendo sus brazos de par en par hacia mí.

"Aquí no hay nadie a quien debas temer" - me dijo abrazándome.