lunes, 16 de febrero de 2009

excluído


Mis jefes han contratado a un chico para mi departamento, un adolescente con problemas familiares, en situación de exclusión, que andará por los catorce años.

Es su primer día de trabajo y estamos solos. No hay nadie más en la empresa, por lo tanto, yo soy el responsable. Además de enseñarle, siento que debo protegerlo, aunque hay algo que me hace sentir que el chico sabe mucho más de lo que dice. Es un pícaro con cara de inocente.

Sin embargo yo hago como que me creo su inocencia y, de alguna forma, entro en su juego. Y me siento atraído por él, al tiempo que me doy cuenta de que es un menor y que debo controlar este impulso, reprimirlo.

Salimos de la oficina y comenzamos a caminar por la ciudad que me resulta desconocida y al hablarle me acerco tanto que casi rozo sus labios. El me contesta con un beso. Me hago el sorprendido más de lo que estoy y miro su sexo abultado como el de un hombre. Nos tocamos. Seguimos caminando y compruebo que no me equivoqué, que el niño se ha convertido en un hombre experimentado en buscarse la vida como sea y a costa de lo que sea.

Entonces me siento indefenso. No se dónde estoy, no conozco la ciudad y debo volver a la oficina. Él si que conoce dónde estamos y no solo no me ayuda, sino que me confunde aún más.

Esta lloviendo y se ha hecho de noche. Estoy alterado, con miedo y con culpa. No se resolver la situación. Ya se que no podré llegar a la oficina, el niño se ha convertido en un hombre experimentado y de poco fiar. Ya no le intereso. He perdido mi lugar.

viernes, 13 de febrero de 2009

ojales

Un querido amigo me contó un cuento en lo alto de un monte. Hoy soy yo el que cuenta el mismo cuento a otro amigo, pero subido en un botón (espero que mi amigo que me contó el cuento en lo alto del monte comprenda que cuento el cuento a mi amigo subido en un botón en versión libre. No por creativo, sino por mi corta memoria).


Para festejar la llegada del Dalai, los lamas buscaron al mejor cocinero y le encargaron preparar la sopa más apetitosa del mundo. En el almuerzo, todos en la mesa, se sirvió la sopa. El Dalai empezó a comer y se encontró un sapo en la sopa más deliciosa del mundo.
Enfadado mandó llamar al responsable de tan repugnante error. El cocinero llegó hasta el comedor y, acercándose al Dalai, hizo una reverencia, cogió el sapo con sus manos y se lo comió. Se dió media vuelta y se marchó. Todos pudieron seguir disfrutando de aquella sopa exquisita.

miércoles, 11 de febrero de 2009

elementos recibidos


Al escribir en este blog, siempre me pregunto para qué lo hago. Anoche me preguntaba por qué no te llamaba, para qué te llamaría si lo hiciera.

No se qué hacer con las fotos porno que nos hicimos. Tampoco tú sabrías qué hacer con ellas, se perderían en la bandeja de entrada de tu correo. Allí tengo yo perdidos varios amores que pensé eternos.

Todo pasa, nada permanece. Elijo quedarme con la alegría y también se me va, me pasa lo mismo con la tristeza.

La principal posesión material para los Mursi es una vaca. Cuentan con una cabeza de ganado por habitante. ¿Si yo fuera Mursi sabría cuál es mi vaca?. No sé, pero no podría besarte, una lástima.

lunes, 9 de febrero de 2009

el cartero y yo

Hasta que cumplí los 14 años vivimos en una planta baja, un piso de alquiler muy pequeño para los ocho que éramos, que a mi madre convenía. Era la lechera del barrio y la gente entraba y salía de mi casa a cualquier hora a por la leche, quesos, huevos, a contar penas y compartir alegrías.
Mi abuela, que siempre estaba en casa, se convirtió así en la portera del edificio. Colocaba un canto para que la puerta no se cerrara y se sentaba a hacer ganchillo detrás.
Dicen que el cartero, que siempre reparaba en mí, aconsejaba a mi madre que me llevara al médico porque mi cabeza siempre estaba vencida a un lado. Yo era un niño triste, así lo siento y lo veo ahora en las fotos. Y mi tristeza no fue otra cosa que abandono, falta de contacto. Me cuentan que pasaba muchas horas solo en la cuna mientras que mis hermanas, ya mayores, estaban en el colegio y mi madre trabajando.
Al parecer, con frecuencia e inexplicablemente, me daban unas fiebres altísimas que en más de una ocasión me dejaban inconsciente, con el consecuente susto para toda la familia. Imagino ahora que era mi forma de pedir que me tocaran más.
Y ya crecidito, aprendo de la importancia del contacto, de la oxitocina y de qué es sintoma una cabeza que no se sostiene. Ahora me toca a mí hacerme responsable de ésto.

jueves, 5 de febrero de 2009

la bestia dormida



He vuelto a soñar que cuido con ahínco y mucho amor a un niño. No es mi hijo, siempre es el hijo de otra persona, pero me hago cargo de él. Es un sueño recurrente.

Es un varón de dos años, muy simpático y hermoso. Su cabeza es grande en exceso, pero no le resta belleza. Siempre está de buen humor, feliz de recibir mis cuidados. A cambio me regala ternura, atención y unas sonrisas que enamoran.

Anoche resultó ser el hijo de mi jefa y mis atenciones y delicadezas hacia el hijo mejoraban mucho la relación con la madre. Sin embargo, fue anoche, por primera vez, que me di cuenta que era una responsabilidad gravosa la del cuidado del niño, que no siempre lo hacía con disfrute. También sentía un exceso de pre-ocupación, de control.

Apenas recuerdo detalles, pero me desperté con sentimientos ambivalentes acerca del sueño con el niño. Recordé en seguida que, durante mi infancia y adolescencia, cuidé de mis primos y sobrinos pequeños en infinidad de ocasiones. De hecho, me especialicé en proporcionarles unos cuidados tan delicados y responsables que en mi familia me gané esa misma reputación, de niño responsable y cuidador, de especial. De alguna manera he mantenido esa imagen desde entonces y no solo en mi familia.

Esa era mi forma de conseguir atención para mi persona, dar a otros lo que a mi no me daban y ganarme el cariño y respeto de los demás. Que si ellos pensaban que yo era bueno, en algo acallaba esa bestia interna que me recordaba constantemente lo malo e inadecuado que era.


(imagen de VIRETA)

miércoles, 4 de febrero de 2009

morgaños

Para subir las escaleras del doblao me enfrentaba contra la pared con las dos manos, me pegaba mucho a ella y sólo miraba los escalones. Casi todo de la otra pared había desaparecido después del quinto escalón y no podía soportar el vértigo.

Cuando me atrevía, siempre que subía solo, miraba un poco de reojo y veía el tractor JOHN DEER verde de mi tío José y aspiraba el olor del diesel y el aceite del motor.

El cobertizo ocupaba toda la planta de la casa, era inmenso y también estaba dividido en habitaciones, aunque era de techo bajo y abuhardillado en gran parte. Olía a uva moscatel y a cereales, a matarratas, y a madera carcomida. Había cajas y baúles por doquier, morgaños por todas partes y, al fondo, varías coronas de muerto que yo no podía soportar mirar. Entre ellas la de mi abuelo Francisco.